Los profesionales de la salud mental que atendemos en consulta nos encontramos en la práctica clínica diaria con personas que sufren. Los motivos por los que adolecen son particulares en cada caso, pero todos traen un nexo común, algo que duele, el dolor psíquico que a menudo resulta complejo describir con palabras.
Sobre el dolor
Quienes investigan sobre el dolor corporal concluyen que, al margen de los mecanismos neurobiológicos, la emoción del dolor responde a una perturbación del psiquismo. El dolor es un afecto, el afecto último que da cuenta de que aún hay vida. Es síntoma puesto que permite la manifestación externa de aquello interno que duele, del sufrimiento.
“En sí, el dolor no tiene ningún valor ni significación” con esta afirmación J.D. Nasio hace referencia al valor que según considera, se le debe otorgar al dolor para poder aliviarlo. Refiere que debe ser tomado como expresión de otra cosa, siendo preciso transformarlo en símbolo. Identificar y dotar de sentido la emoción insoportable para que de ese modo se transforme en algo soportable.
El terapeuta en la consulta
La labor del terapeuta es precisamente esa, la de procurar la búsqueda de una interpretación de la causa del dolor del paciente permitiéndole de este modo poder elaborarlo.
En consulta surgen una y otra vez muchas de las cuestiones que causan sufrimiento y dolor en último término. Rupturas, pérdidas… “Se que no merece la pena, sé que se ha portado mal, pero por algún motivo, no puedo dejar de pensar en él y en que lo echo de menos” “No sé si es obsesión esto que tengo o que es…” “…sigo esperando un mensaje suyo”. Seguir enganchados de esa forma y mantener vivo el recuerdo es una manera de conservar algo del vínculo con el ausente. Muchas de las personas que sufren por una pérdida, sufren y no saben muy bien porque sufren. Lloran y no saben muy bien porque lloran.
En algunas ocasiones, a este dolor se le suma el de la humillación, al ser capaz de reconocer que una parte de uno mismo ha sido quién ha consentido formar parte de eso, de esa relación que no era simétrica ni sana.
La interpretación
La interpretación es una de las tareas del terapeuta; supone traducir al paciente una hipótesis de lo que está pasando. Es la deducción por medio de la investigación analítica, la tarea en sí tiene un carácter significante. Dar sentido a las palabras del paciente, señalar y nombrar. La interpretación se convierte en la herramienta que dota de valor al dolor del paciente en consulta. Juntos terapeuta y paciente construyen el símbolo que identifica y dota de sentido la emoción insoportable del dolor, logrando como decíamos transformarla en soportable.
Entre lo físico y lo psíquico.
Pocas son las diferencias entre el dolor físico y el dolor psíquico, ambos refieren un sentimiento oscuro. El dolor físico tiene que ver con la herida que lo causa mientras que el dolor psíquico sucede sin ese tipo de lesión. Ambos fenómenos convergen en una emoción común situada entre la mente y el cuerpo, por lo que se puede entender el dolor como un fenómeno mixto en estos términos. El concepto de dolor, de ardua complejidad, en último término responde a una perturbación en lo psíquico.
El mecanismo del dolor mental.
El dolor psíquico es el dolor de la separación, es aquel motivado por un daño en el vínculo. Se sucede cuando se pierde el objeto al que se permanecía íntimamente ligado, vinculado de tal forma que es parte de uno mismo.
El dolor, no es dolor por la pérdida sino más bien por la conmoción interna que desencadena la pérdida. Quizás un buen ejemplo de esto es el representado por la imposibilidad de un amor.
Se observa en los relatos de aquellos pacientes que se sientan en la consulta hablando del desgarro tan brutal que les genera la ruptura con esa persona de la que se enamoraron, pero con la que no ha sido posible tener una relación. Son quienes relatan la historia de cómo tras haber experimentado el mayor sentimiento de amor de su vida, se han visto obligados a renunciar a esa persona, a quién encarnaba ese amor.
Estos pacientes, se repiten una y otra vez ¿Porqué, porqué sigo queriéndola a pesar de como se ha portado conmigo? ¿Por qué sigo sintiendo deseo si ha sido cruel? ¿Por qué es tan insoportable este dolor que siento, sí sé que no me hace bien? ¿Es dependencia emocional? ¿Tengo un problema?
“El duelo por la persona amada es, en efecto la prueba más ilustrativa para comprender la naturaleza y los mecanismos del dolor mental” J.D. Nasio
El paso previo a la locura, el dolor psíquico.
El dolor psíquico, es el afecto último de aquel que sufre la pérdida antes de alcanzar la locura. Es el lugar en el que cae el doliente hecho añicos y desde el que podrá rehacerse. Lo recóndito de este lugar alcanza el poder de hacer tan nítidas las imágenes del recuerdo del ser perdido que en ocasiones toman forma de alucinación, como las de aquella paciente que siempre acudía de luto riguroso.
De luto riguroso.
Hace algún tiempo recibí en consulta a una mujer que llegaba rota, desmembrada, desconsolada, vestida de riguroso luto y sumida en una tristeza profunda que apenas la dejaba vivir ni casi respirar. Había perdido a su marido, la persona con la que había compartido toda su vida personal y parte de la profesional. Lo hacían todo juntos, TODO. Entre sus intentos de construir un relato repetía, “Tengo una angustia aquí…” mientras se frotaba en el centro del pecho e intentaba coger algo de aire. Esta mujer, algunos meses después de perder a su marido, seguía escuchando su voz llamándola en la madrugada, «lo escucho dice mi nombre claramente todas las noches”.
Lo desagradable de la angustia.
La angustia de la pérdida, no solo atraviesa a quien la sufre, sino que alcanza también a quién la escucha o la acompaña. La angustia es una respuesta automática del organismo frente a una situación que reproduce la vivencia de un estado de desamparo psíquico. Freud hace la distinción entre dolor psíquico y angustia señalando la diferencia en que el dolor es la reacción a la pérdida efectiva y la angustia es la reacción a la amenaza de la posible pérdida.
Esta sensación tan desagradable, es la misma que aparece cuando se acompaña a quién sufre la pérdida y es, a su vez, de la que huye quién consuela al que sufre. Surge el pavor de que el dolor ajeno despierte el propio.
Los intentos de consuelo.
Lo habitual en el acompañamiento de quién sufre la pérdida de un ser querido, un hijo, una pareja, es escuchar expresiones de aliento del tipo; “eres joven, tienes tiempo de…”, “en unos meses todo esto se te habrá olvidado, solo necesitas tiempo”, “aún puedes tener otro hijo”, “cuando conozcas a alguien todo esto se te olvidará”. No obstante, todos y cada uno de estos intentos de consuelo resultan intolerables para quién sufre puesto que invita al olvido inmediato del ser al que se anhela. Y ese es el motivo por el que se sufre en la pérdida.
Lo esperable, en la sociedad actual de la felicidad es evitar y negar los sentimientos que duelen. Es algo así como “si no miro, no sucede”, “tú lo que tienes que hacer es salir y divertirte”. Como si salir a divertirse fuese tan sencillo, como si de una elección voluntaria se tratase, como si se pudiesen dejar la tristeza, la angustia, la rabia y el desconsuelo guardadas en el trastero.
Entre perder y olvidar, lo necesario para el proceso de duelo.
Olvidar eso que se pierde supone para el doliente, perder dos veces. Es preciso albergar un lugar en el que poder preservar algo de ese ser querido que ya no está. Un espacio para el recuerdo que será la herramienta con la que curar la herida de la pérdida, sobre la que reconstruir lo que quedó hecho añicos. Es así como el doliente podrá lograr la armonía entre el amor por quién ya no está y el amor por un nuevo objeto (una segunda pareja, un segundo hijo, etc.).
Algunos tipos de pérdida.
Perder tiene que ver con “dejar de tener”. Dejar de tener el amor de quién te amaba: el abandono, abatir el orgullo o herir el amor propio: la humillación, dejar de tener (perder) una parte del propio cuerpo: la mutilación. Dejar de tener al objeto amado, un objeto que sostiene la armonía de lo psíquico. Es de esta forma como autores como J. D. Nasio comprenden que “solo hay dolor cuando hay un fondo de amor”.
La presencia viva del otro y la ausencia real del mismo.
Ante la pérdida el sujeto queda violentamente dividido entre el amor desmesurado por ese a quién ha perdido y la veracidad de la ausencia definitiva de ese alguien. En este punto del proceso del duelo el dolor tiene que ver con el amor depositado en eso que irreversiblemente se ha perdido.
Recordemos esas parejas que quedan atrapadas en las imágenes obsesivas del amor tras la ruptura. Eso que aún permanece en el interior hace revivir a la persona ida pero también la certeza de una ausencia definitiva. Conjugar la presencia viva del otro en uno mismo y la ausencia real de ese otro supone una escisión tan insoportable que se resuelve con la negación de la misma. Siendo la única forma de hacerla soportable.
La negación.
En el intento por paliar el dolor de la ruptura o la pérdida a través de la negación se percibe un atisbo de locura, pero calma temporalmente ese dolor. Algunos ejemplos de esta negación se observan en quienes afirman ver al fallecido, oír sus pasos… (alucinaciones). Como mi paciente, la del luto riguroso, da cuenta de que es posible percibir con todos los sentidos y absoluta convicción la presencia viva del difunto. Durante un tiempo se experimenta una nueva realidad fantaseada a través de las alucinaciones que mientras tanto no deja paso a la pena.
Alcanzar la capacidad de alucinar a ese otro que irremediablemente ya no está da cuenta de lo esencial que llega a ser ese a quién amamos. El amor que une en el vínculo es algo tan vital para el ser, qué si falta, la psique se trastorna.
Transitar la pérdida, también duele.
La negación.
el primero de los escalones por el que debemos descender para alcanzar lo más profundo y doloroso de la pérdida y tras eso volver a impulsarse hacia la vida. Podríamos pensar en una pérdida amorosa, una enfermedad, la pérdida de un ser querido, un puesto de trabajo… La negación permite al doliente un respiro ante el primer impacto. Es el tiempo necesario para decir “¡Un momento!, ¿Qué sucede? ¡No estoy preparado!” Es una forma de coger fuerzas para lo que está por venir.
La rabia.
El segundo escalón, el dolor más agudo, la toma de contacto de vuelta con la realidad. La rabia da cuenta del sufrimiento por eso que la enfermedad ha venido a arrebatarnos, por eso que la muerte ya no nos va a permitir disfrutar, por ese amor que ya no va a volver. El primer paso con la rabia es poder reconocerla y el segundo es el de poder dirigirla hacía el lugar que corresponde. Es un veneno difícil de manejar, puede dirigirse a otros no responsables o puede quedarse en uno mismo fraguando aquello que terminará cogiendo forma de depresión.
Pero la rabia tiene una razón de ser, viene a cumplir una función. Contiene la energía necesaria y suficiente para salir adelante, para mirar a otro lado, para no volver a eso que se ha vuelto una y otra vez, para pasar página.
El miedo.
Miedo a no poder superarlo, miedo a que la situación empeore, miedo a que el malestar nunca cese. Entre los tantos miedos que surgen, me gustaría destacar el miedo a la soledad. La incertidumbre ante el futuro ¿Y ahora qué? El miedo es esa emoción que rápidamente se coloca en el cuerpo. Una angustia que se sujeta con fuerza en la garganta o en el estómago.
La pérdida supone la ruptura del vínculo, lo que se revive es la angustia ante el desamparo, la soledad de no estar con el otro que antes si estaba. Se revive la angustia que nos separa entre la vida y la muerte. Es una angustia ya conocida, experimentada en otro tiempo, un tiempo en el que el psiquismo estaba en construcción.
La pena.
Es parte de proceso afectivo. Tiene que ver con esa parte del duelo en el que uno preferiría desaparecer y reaparecer cuando todo hubiese pasado. Es ese momento en el que uno permanece abatido, cerrado y decaído y en el que los amigos y allegados vienen con mensajes del tipo “en un tiempo te reirás de esto…” “todo irá bien” “cuando menos te lo esperes habrá pasado”. Pero mientras tanto uno permanece ahí, sufriendo eso que duele sin tener ninguna certeza de que eso pasará porque ese instante se siente eterno.
Lo que sucede es que quién sufre necesita retirarse de la vida por un tiempo del mismo modo que el ser querido perdido ya no está en la suya. Es un tiempo en el que el doliente se pierde, se va del mismo modo que se ha ido el fallecido, la pareja de la que uno se separa, o el trabajo del que uno ya no es parte, por ejemplo. Se sigue de cuerpo presente en la realidad, pero no se está.
Freud señala como aspecto significativo del proceso de duelo el hecho de que la memoria se fragmenta de manera minuciosa resaltando recuerdos que ligan al doliente con la persona perdida. El café de por las mañanas más o menos cargado, aparcar, el olor de su perfume, los ruidos en casa, comer solo cuando se hacía en compañía; cada detalle recuerda el tiempo exacto que hace que esa persona ya no está, tres semanas dos días y seis horas.
Pareciera que es preciso desgastar todos y cada uno de los recuerdos para poder terminar de digerir el proceso.
La aceptación.
Es el último de los escalones del proceso del duelo, según muchos estudiosos de la materia, pero lo cierto es que ni la aceptación es fácil ni tan clara. Lo describo como el último de los escalones como si dar un paso más se tratase, sin embargo, es todo un proceso.
¿Aceptar, resignarse, olvidar, readaptarse, superar…?
La aceptación es aquello que llega cuando el dolor se calmado, no ocurre de un momento a otro. Llega tras un largo trabajo de reuniones y negociaciones incansables con el ejército de emociones que nos hacen funcionar.
“El dolor es un afecto que refleja las variaciones extremas de la tensión inconsciente en la conciencia, variaciones que escapan al principio del placer” J.D. Nasio.
Escrito por: Rocío Mallo. Psicoterapeuta. Equipo Clínico. Psicoafirma.
Bibliografía.
Nasio. J.D. (2007) El dolor de amar.
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