Además de los síntomas típicos, la melancolía puede habitar en sitios más minúsculos y desapercibidos. Lugares invisibles que no se acogen a los síntomas habituales porque no llegan a las consultas, ya que los sujetos ocupan todo su ser en un lugar donde casi nadie mira; es el lugar del desecho y del fracaso y es el lugar que creen merecer.
Nunca acudirán a nadie para que les salve. A modo de compensación imaginaria, encuentran una identidad firme en un lugar ínfimo, indigno y desapercibido que evita descompensaciones depresivas en la misma línea que las psicosis no desencadenadas evitan la descompensación esquizofrénica. Es una identificación global y masiva del ser al objeto diminuto de desecho. Ese lugar de desecho se observa bien en algunas personas, no solo melancólicas, que encuentran en lo callejero un lugar donde se sienten más cómodas. Un lugar duro, frío, anónimo, invisible, indigno y marginal. El lugar de los yonquis, los delincuentes, las prostitutas, los alcohólicos, los manteros, los vagabundos, los pedigüeños, los lisiados, los locos…
Desde esta perspectiva, la calle es un lugar cruel donde el calor de la casa ha desaparecido y el frío invierno se ha instalado para siempre, y donde la mirada del Otro es captada y desviada hacia otro lado contemplando el horror y la miseria humana. En ese doble movimiento consigue así su finalidad; es como si nos dijeran “mirad y avergonzaros de lo que habéis hecho de mí”.
Otro de los lugares preferidos por la melancolía es el ser objeto de control, de maltrato, de vejación, de abuso, de humillación constante por parte de un Otro sádico en un lugar de poder y de dominio sobre la víctima. El verdugo inflige al objeto-cosa cualquier tipo de violencia. Se observa en algunas situaciones de violencia de género; el maltratador y la maltratada forman una simbiosis narcisista mantenida por el miedo a salir de ese lugar, porque en algunos casos la maltratada siente no merecer otro mejor, confundida en la ambivalencia amor-odio del agresor y llevando a cabo de manera literal las nefastas frases; “quién te quiere es quién más daño te hará” o “lo eres todo lo para mí y lo soy todo para ti”, “te doy mis ojos”. También el colegio es un lugar privilegiado para asistir a situaciones de maltrato y dominio de niños sádicos a niños pasivos e invisibles. Sin poder pasar por alto las situaciones de abuso de poder históricamente ejercido por parte del rico al pobre, del patrón al esclavo, del jefe al currito, del político al ciudadano, o del banquero al cliente, algo tan tristemente común en nuestros días.
Otras veces el lugar ocupado por el futuro melancólico es el lugar de un muerto prematuro, como sucedió con Salvador Dalí; tuvo un hermano anterior que se llamaba también Salvador que falleció con pocos años. Dalí estuvo atormentado con este suceso toda su vida y la sombra de su hermano le persiguió siempre y así lo plasmó en algunos de sus cuadros. No tenemos muchas dudas sobre el intenso narcisismo que emanaba Dalí. La identificación con el muerto es un lugar muy complicado, sobre todo en las pérdidas demasiado tempranas, cuando no toca. En primer lugar remarca la imposibilidad de haber hecho un duelo adecuado por parte de la persona que carga con el muerto al otro, nunca mejor dicho. Cuando se elige un nombre para el bebé, se puede desvelar esa identificación al objeto perdido, como ocurrió con Dalí. En segundo lugar, puede provocar un terrible sentimiento de deuda, porque el lugar ocupado no va a taponar nunca ese vacío enorme dejado por el muerto sin duelo. Además es un lugar prestado y no propio, por lo que el sujeto se convierte en objeto perdido.
El yo del melancólico está empequeñecido, tanto que a veces es invisible para el Otro. Lacan decía que lo menos soportable para el ser humano es la falta de reconocimiento por parte del otro, el verse ninguneado, pasado por alto, en definitiva ser invisible para el otro. El melancólico siente literal y descarnadamente ser ese grano de arena en el desierto, en algunos casos hasta el punto nihilista de negar su existencia. Otras veces la imagen que devuelve el espejo, es una imagen detestable, indigna y cargada de aspectos negativos y deplorables. La mirada del otro inyecta inconscientemente esa carga de aversión con que el yo se mira.
Hay algo de esto que conecta con la anorexia y la delincuencia. El melancólico se siente culpable de ocupar un lugar no propio. Solemos pensar que la culpa viene después del pecado, pero Freud subvirtió el orden; En “Delincuentes por sentimiento de culpa” explicó magníficamente como el sentimiento de culpa está antes que el pecado. Es más, induce a cometerlo, porque así la culpa inconsciente se justifica, se limita de alguna forma, sale a la luz y no mortifica tanto. Además el delito incluirá la penitencia. El melancólico se coloca así como merecedor de esa penitencia, porque siente, de diversas maneras, que cometió el mayor pecado posible: haber nacido. Haber nacido sin un lugar propio, sin un lugar en el deseo del Otro o un lugar prestado por un muerto pretérito. La culpa derivada de una deuda imposible que se adquiere con el que le otorgó la vida.
El melancólico no ha entendido que la vida fue un regalo, porque probablemente el otro con mayúsculas también pide cuentas, porque tampoco entendió que es regalar. No entendió que los hijos nacen para perderse simbólicamente y hacer su vida, y que hay deudas que no se pueden pagar porque no son deudas, son regalos. Y dar la vida es el regalo por excelencia.
El ser del melancólico, su estructura o su esencia, es la tristeza encarnada en un individuo concreto. Y esa tristeza es pura, infinita y sin mediar; estamos en la psicosis y la melancolía es la tristeza del loco, sea éste esquizofrénico, paranoico o el más puro melancólico/ maniaco-depresivo. Una tristeza asociada a un vacío, una marca mortal, un agujero sin simbolizar, algo indecible, guardado como un secreto por vergüenza (ya que menoscabó el narcisismo de alguien) que remite a una pérdida pretérita que quitó espacio a la vida y que se pudo transmitir inconscientemente de generación en generación. Esa marca de tristeza que singulariza a algunos pacientes y familias.
En la melancolía pudo suceder algo en un momento temprano, en la fase donde se forma el yo, es decir en el narcisismo primario. En ese mismo momento o en la historia familiar previa, algo pudo suceder en directa relación con la pérdida; Una tragedia, un desamor, una muerte, un desarraigo, una guerra, una mala suerte, una maldición familiar, un accidente, un suicidio, algo donde la pulsión de muerte es muy poderosa y hace desfallecer al deseo y al Eros.
En la historia del melancólico observamos con frecuencia esos sucesos si aguzamos bien el oído y buscamos con paciencia. Y es verdad que la herencia está presente, pero hay que pensar qué es lo que se hereda si una vulnerabilidad biológica o una vulnerabilidad psíquica a padecer melancolía. El aparato psíquico en el momento temprano de la vida no está preparado para sostener una pérdida significativa, sea propia o de otro, por lo que el melancólico nunca podrá hacer duelos, más bien permanece en duelo toda su vida.
Los lugares sin lugar son sitios muy tristes que muchas veces absorben todo lo diferente, lo feo, lo odiado y lo temido de nosotros mismos, pero que terriblemente se encarnan en un ser humano, por lo que de alguna forma, al mirarlo, nos devuelve ese horror del que nos queríamos desprender. Y a veces, en una inversión perversa, los papeles se cambian para vengar la afrenta ejercida. Pero, el ojo por ojo no debería ser la respuesta habitual, ya que se caería en una repetición mortífera de lo mismo; el maltratado se volvería maltratador y así sucesivamente.
En algún momento debe acudir el reconocimiento del otro, el cuidado amoroso, el gesto amable, la solidaridad, el respeto y otros tantos actos de reparación y construcción. La herencia, viene a decir Recalcati en El complejo de Telémaco, no es un movimiento pasivo en el que se transmiten identificaciones ni genes, es más bien un movimiento recíproco en el que el padre ofrece algo que el hijo puede o no recoger. Y esa responsabilidad subjetiva, esa elección, la que rompe con el determinismo fatalista tanto biológico como psicoanalítico*. La herencia sana, neurótica, erótica, es decir la herencia de vida, es la que ofrece el padre como el testimonio de que la vida merece la pena vivirla, encarnando él mismo esa opción. Aunque en ciertas ocasiones se ofrezca pulsión de muerte, siempre hay algo en conexión con la vida y tenemos el deber de aferrarnos a ello, para combatir así la marca que Tánatos infligió en el ser, en cuanto éste dejó de ser omnipotente e inmortal.
Siempre habrá un músico callejero que capte nuestra mirada y nos haga esbozar una sonrisa.
*Notas: respecto al determinismo biológico y psicoanalítico, hago una crítica a los fundamentalistas de uno u otro signo, que niegan al paciente la libertad de elegir, y por tanto le niegan el reconocimiento como sujetos. Estos fanáticos terapeutas, utilizan la teoría para alimentar su narcisismo, en vez de ayudar al paciente. Como terapeutas debemos ofrecer esa pulsión de vida, dando reconocimiento al sujeto, y usando nuestra terapia o nuestras pastillas y sin olvidar la demanda del sujeto. Es inevitable que, a veces inconscientemente, unos nieguen u olviden que tenemos un cuerpo y serotonina, y otros, que tenemos una historia familiar, un deseo y unos vínculos familiares y personales. Por otra parte, el terapeuta debe cuidarse, y no asumir cargas que no corresponden ni convertirse en el salvador de nadie; no somos tan omnipotentes.
“Entre la pena y la nada, elijo la pena.” Fragmento de “Las Palmeras Salvajes” de William Faulkner.
AUTOR: CARLOS FERNANDEZ ATIENZAR. PSIQUIATRA *Extraído del texto “El sujeto sin lugar: La melancolía”(2016) Basado y modificado sobre el Trabajo fin de Máster titulado “Melancolía: la tristeza del alma” (2014)
No volveré a ser joven
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes,
yo vine a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Jaime Gil de Biedma
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